El riesgo de un empate tenso para la economía poselectoral

La paridad de fuerzas entre oficialismo y oposición pone en riesgo la viabilidad de reformas de fondo que apunten a recuperar cierto equilibrio macroeconómico, opina el autor.

Por Ricardo Delgado

En política, ese arte de lo fluido, nada está tallado sobre piedra, pero ciertas regularidades prevalecen, en el caso argentino al menos. Una de ellas es que el resultado de las elecciones legislativas predice razonablemente el turno presidencial siguiente. Desde 1995 esta regla se viene cumpliendo, salvo en dos oportunidades: en 2009, cuando el oficialismo perdió ante Francisco De Narváez aunque luego Cristina Kirchner logró su reelección, y en 2017, el caso inverso, cuando el macrismo ganó y luego no coronó un segundo mandato.

A cien días de las primarias y conocedores de esta regularidad, gobierno y oposición se posicionan, uno definiendo un trayecto económico eminentemente táctico limitado por la pandemia y las tensiones internas, y otra poniendo el foco en el manejo sanitario y sus secuelas. 2023 está más cerca de lo que parece.

El tradicional y decisivo aporte que la política le demanda a las gestiones económicas en tiempos electorales esta vez llegará apenas en cuentagotas. Como sustituto, la administración Fernández apuesta a la vacuna como único reaseguro para alcanzar una cierta normalización de actividades en un contexto donde el PBI pierde fuerza desde abril, cuando comenzaron a desacelerar el ritmo de las importaciones, la demanda de electricidad en las industrias y el consumo con tarjetas de crédito.

La mejor noticia para la gestión económica, paradójicamente, no es esperar a que mejoren los salarios, que aumenten las ventas o que desacelere la inflación sino que las millones de vacunas que están ingresando, y lo seguirán haciendo en los próximos meses, sean aplicados a paso redoblado. Sólo así las actividades más golpeadas por la pandemia encontrarán más certezas para creer que los cierres intermitentes pueden quedar atrás. El comercio, la gastronomía, el turismo, el entretenimiento representan nada menos que un tercio del PBI, una proporción que habla por sí misma de su potencia electoral. Son, además, sectores que ocupan mucho empleo, informales en parte y menos calificados en promedio, y que votaron en su mayoría por el oficialismo en 2019.

Lo poco que la economía puede ofrecer en estos meses está contenido en la clásica táctica que siguen todos los gobiernos, Macri 2017 y también Néstor y Cristina incluidos. Atrasar precios y tarifas todo lo posible, como el norte que guía al apotegma básico por el cual a las elecciones se llega con paz cambiaria y cierta sensación térmica de mejora en los postergados ingresos de las familias.

Así, el dólar y las tarifas deben crecer menos que la inflación. En el mercado cambiario, el aporte de los dólares del vituperado agro, alentado por el rally de los precios internacionales, siguen siendo decisivos para sostener la cotización oficial por debajo de la inflación (14% versus 22% acumulado). Además, con brecha cambiaria, el Banco Central debe administrar el mercado del dólar financiero (CCL), y lo hace sin mayores dificultades hasta ahora, vendiendo no más de USD 10 millones por día de bonos contra pesos. El CCL sólo aumentó 11% en lo que va del año, la mitad de la inflación. Los ajustes en la electricidad y el gas, en tanto, quedarán bien lejos de la inflación anual.

Claro que estas condiciones irán desapareciendo. A partir de julio cae estacionalmente la liquidación de agrodólares y más próximas las elecciones, menos incentivos de los inversores financieros para posicionarse en pesos. Por el lado de los dólares, ¿llegarán al rescate los USD 4.350 millones de DEGs del FMI previstos para setiembre u octubre? En mercados tan reducidos, la menor oferta estacional y una mayor demanda precautoria puede exigirle al Banco Central intervenciones cada vez más intensas.

Cuando también entran a escena los pesos, hasta ahora personajes secundarios de la trama, el problema torna más complejo. Entre julio y setiembre el Tesoro, que viene colocando letras y bonos por montos superiores a los que le vencen, se enfrentará a unos $ 410.000 millones al mes en promedio, que tal vez absorban los bancos, ahora que pueden computarlas dentro de sus encajes y así mejorar la rentabilidad de sus carteras.

La señal más contundente que necesitan los inversores en pesos es que la consolidación fiscal en marcha sigue viva. El ajuste real del gasto y la recuperación de los ingresos están siendo significativos, volviendo poco relevante a la emisión hasta mayo. Las jubilaciones y los salarios públicos sienten los mayores impactos. El gasto social (AUH, tarjeta Alimentar, etc), que venía contrayéndose, recuperará algo de espacio con la última modificación presupuestaria. La obra pública crece fuertemente, aunque es minoritaria como proporción del gasto total. Créase o no, el déficit primario es uno de los más bajos de los últimos seis años.

Pero rara vez el ajuste fiscal gana elecciones, menos aún con un gobierno peronista en plena pandemia. El ministro Guzmán cuenta a priori con cierto margen para relajar la contracción del gasto, pero deberá ser muy cauto, con pulso de microcirujano, y comunicarlo bien para no espantar a los tenedores de pesos en momentos donde más los necesita. De cuánta decisión autónoma dispone no se sabe, pero sí hay certeza de que la cosmovisión conurbana de la coalición (el cristinismo) seguirá imponiendo condiciones, con una lógica electoral muy definida: aliviar todo lo posible la pérdida de ingresos de sus electores, castigados por la caída del salario real por cuarto año consecutivo y el aumento de la pobreza.

Guzmán se reserva una carta en la manga: si el orden fiscal y monetario logra consolidarse, se emitirá menos, habrá más chances de administrar el dólar y, finalmente, la inflación podrá ceder en los meses electorales. De lo contrario, las expectativas de devaluación harán nuevamente de las suyas.

El temor a un reacomodamiento desordenado de los precios relativos post elecciones depende, en gran medida, de cómo el gobierno decida transitar el camino hacia ellas y, claro, de los propios resultados. Un triunfo del oficialismo puede posibilitar un relanzamiento de la agenda tibiamente negociadora de los primeros tiempos, haciendo más factible un acuerdo con el FMI y hasta un plan antiinflacionario consistente desde 2022. Las chances de un nuevo “vamos por todo” están acotadas por la falta de financiamiento. En cambio, una derrota supone más incertidumbre financiera y probables correcciones desordenadas de los precios relativos hasta alcanzar un nuevo equilibrio político.

Pero el peor de los escenarios para la economía poselectoral quizá sea la reproducción, una vez más, del “empate hegemónico” descripto por Juan Carlos Portantiero en los años setenta, rebautizado recientemente por el periodista Diego Genoud como “empate tenso”, aquel donde las fuerzas políticas “alternativamente (son) capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios”. Bajo esta configuración política, la variada agenda de reformas económicas que es preciso encarar no encontrará eco ni viabilidad algunas.

El autor es economista y presidente de la consultora Analytica