Cantan sirenas y vuelven los magos, pero los acuerdos no aparecen


Por Ricardo Delgado

La magia pretende volver a la economía argentina. Como las sirenas de Ulises, algunos iluminados renuevan sus apuestas por la dolarización, en tanto otros vienen proponiendo incluso hasta eliminar el Banco Central. Están también los que tienen recurrentes sueños de convertibilidad como la solución para la macro local. Todos, de una manera u otra, buscan capitalizar el comprensible descrédito que sufre la política y suplir el vacío con dosis de pensamiento mágico, alejado de las mejores experiencias internacionales y más próximo a la arenga tribal o al facilismo de los 140 caracteres de Twitter. Es más, resulta extraño que, por ahora, la única propuesta parlamentaria para adoptar el dólar como moneda de curso legal haya sido la de un diputado del radicalismo, partido ubicado históricamente en las antípodas de esos extraños experimentos.

Numerosa es la evidencia en contra de las experiencias dolarizadoras, desde la obvia pérdida de soberanía monetaria y la mayor fragilidad fiscal (por la pérdida del señoreaje) hasta una menor protección ante los impactos de las crisis externas, la adopción de la productividad norteamericana como patrón de especialización industrial y una mayor variabilidad en el crecimiento económico, por citar apenas algunas. En los escasos y siempre pequeños países donde fue implementada, hubo episodios de inflación en dólares y el costo financiero para los Estados y las empresas, si bien se redujo, no alcanzó los estándares de los Estados Unidos. Para su implementación, Ecuador debió canjear los depósitos por un bono, una especie de Plan Bonex argentino de comienzos de los años noventa.

Es bastante evidente que la dolarización no resuelve los desequilibrios macro para los que está llamada, y en algunos casos éstos incluso podrían agudizarse. Dolarizar sin dólares en el Banco Central resulta una operación suicida, de impensados efectos sociales y productivos. Más aún, hay múltiples casos de países que corrieron hacia la otra dirección, desdolarizándose con mayor o menor éxito, como lo refleja un paper de Eduardo Levy-Yeyati (Dolarización y desdolarización financiera en el nuevo milenio, Fondo Latinoamericano de Reservas, enero 2021).

Sin embargo, la magia tiene su encanto y también seguidores. La respuesta a la pregunta del por qué, por ciclos, las sirenas cantan y retornan los magos con propuestas efectistas pero inviables es simple: porque la política en sentido amplio (incluyendo no sólo a la tradicional díada gobierno-oposición sino también a los actores económicos, financieros y sociales privados) apenas, y con suerte, diagnostica los problemas y tal vez aporta ciertas ideas de solución. Pero no resultados. No más que eso. Es interesante indagar las razones por las que todo queda ahí, en declamaciones, papeles y gráficos sobre lo que debe hacerse, sin lograr traspasar la frontera de modo de generar espacios de encuentro que posibiliten cierto nivel de acuerdo que ayude a estabilizar las expectativas sociales.

La dirigencia parece tener claro el qué, no el cómo. Y en general, procrastina la decisión. En la negativa sistemática del presidente Fernández a presentar un plan económico, más allá de que siempre lo haya, se resume bien esta incapacidad. El acuerdo con el FMI, una hoja de ruta necesaria para ordenar el rumbo, mantiene esa misma lógica; con metas trimestrales y objetivos explícitos, orienta pero nada dice acerca de los medios para alcanzarlos. Y entonces, por ejemplo, subsisten dudas acerca de cómo se hará para aumentar las tarifas públicas de modo de reducir la cuenta de subsidios y así cumplir con la meta de déficit primario.

En estos 39 años de democracia fueron pocos los momentos donde las decisiones y acciones políticas entre lo público y lo privado lograron coordinarse, con la particularidad de que en todos ellos la crisis ya estaba desatada. Eran los tiempos del plan Austral, en junio de 1985, con inflaciones de 40% al mes; de la convertibilidad, en abril de 1991, luego de dos años con aumentos de precios acumulados superiores al 5.000% o del acuerdo Duhalde-Alfonsín que posibilitó reconfigurar la gobernabilidad luego de su estallido, en 2002. El cómo hacerlo surgió en todos los casos ante el riesgo cierto de disolución, del descontento generalizado que amenaza con arrasar el sistema. El único elemento coordinador, entonces, que permitiría alcanzar pactos y acuerdos, aunque sean implícitos, sería nada más que el temor. Así, una inflación del 5-6% mensual como la actual no estaría dentro de la zona de riesgo que incomode la estabilidad política motivando correcciones.

¿Se hará una lectura inteligente del pasado o la dinámica política continuará imaginando que procrastinar es una opción? Surgen esbozos de reacción tanto en las sugerencias de Sergio Massa de construir consensos sobre temas críticos desde el Parlamento como en las de Horacio Rodríguez Larreta de unificar el 70% del electorado bajo reglas comunes. Sin embargo, estas movidas quedarán en meras gestualidades si el gobierno, con el presidente al frente, no las hace propias. Quien mueve la partida, compleja si las hay, no es más que la decisión política del ejecutivo, cercado en su propia interna. Bajo esta dura restricción, es difícil proyectar ciertos acuerdos mínimos antes de las elecciones de 2023.

En las sociedades modernas, las soluciones en general no surgen de los bordes del sistema, de los atajos mágicos, sino de los marcos institucionales y regulatorios. Pero no basta con desnudar el truco y desenmascarar a los farsantes. La política en sentido amplio debe encontrar la manera de alcanzar pactos elementales y sobre todo, de comunicarlos bien, ya que en los primeros tiempos lo único tangible para la mayoría será la esperanza.